La Poesía del Amor
La inspiración llega justo cuando ella despierta los sentidos olfativos y gustativos. Los ingredientes bailan con su voz, y las gotas de los olivos se quejan sobre sus mantos coloreados. Observar tal monumento en su momento es digno de cualquier poesía. Ella, en sí, ya es poesía.
La prosa es ese baile justo y elegante; quizás el movimiento de su existencia valga esta alegoría a su arte culinario. Todavía no se ha dado cuenta de que el ojo de su hogar está abierto, dejando pasear el frío del prematuro otoño por estas deambulantes letras de su poema.
La sonrisa de su silueta es un vaivén que desnuda la seriedad de la observación y ajusta el corazón en su inmolación pasional que causa el encuentro. Los olores y percepciones se van mezclando en este juego íntimo, que es, quizás, un acontecimiento cotidiano.
Las palabras son, a veces, un decoro, un ornamento cultural que describe la poesía, su poesía, pues no habría ninguna propiedad sobre ella. La respuesta son sonidos felinos de cariño y ternura, como un ronroneo que busca las caricias entre cada baile, entre cada olor, entre cada palabra, entre cada silencio.
El desvelo de tal acontecimiento es un océano eléctrico y químico, donde cada ola se percibe como un abrazo y un beso, despertando la cinética del templo y la atención del Olimpo para poder dedicarle esta alegoría a la poesía, su poesía.