El confort de la modernidad

El confort de la modernidad,

cuanto más al norte cartesiano,

la perfección de lo sedentario

se convierte en la norma del comportamiento;

los ojos cuestionan tal impacto.

Se dice que aquí,

en el país de las eternas nubes,

el compromiso humano es un deber,

quizás intelectual

o una culpa cargada por su historia colonial.

El confort incomoda la libertad,

el intelectualismo abraza lo sedentario;

la pasión se pierde sin su astro dorado

y el cuerpo se esconde del frío perpetuo;

las caras fruncen su calma tropical

y el local mide constantemente sus relaciones;

queda la belleza de la diferencia

sumergida en la violencia de los imaginarios.

La exigencia de este mundo

es la voluntad intelectual,

que exige cambios en el sistema;

algunos se atreven a salir a la calle,

otros lo hacen sentados frente a una pantalla;

la misma poesía tiene que entrar en este duelo

cuando ya vive en su libertad incondicionada.

Las heridas del pasado se despiertan

en el abrazo de las paredes

y la mirada en los monitores;

en la caza de la billetera

y el deseo del olimpo.

La libertad grita por su aventura

y el tiempo pide prudencia

para que el corazón pueda responderle.

Hay una isla que llama,

en ella al menos se encuentra algo de respeto

hacia el crujido de las tripas hambrientas,

atraídas por sus vegetales y frutas;

el contacto con la naturaleza,

la montaña que observa el mar

y las olas que sienten el paraíso terrenal.

Ir allí sin deseo, sin esperar nada a cambio,

más que la vida y el gozo del trópico,

que tanto el cuerpo necesita para curar sus heridas.

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